sábado, 13 de octubre de 2012

En deuda. Unha historia alternativa da economía

Extracto del libro 'En deuda. Una historia alternativa de la economía', del antropólogo David Graeber, publicado en España por la editorial Ariel:


"Hace dos años, por una serie de extraordinarias coincidencias, asistí a una fiesta en el jardín de la Abadía de Westminster. Me sentía un poco incómodo. No es que los demás invitados no fueran agradables y amistosos, ni que el padre Graeme, organizador del acontecimiento, no fuera un anfitrión encantador y amable. Pero me encontraba fuera de lugar. En cierto momento el padre Graeme intervino para decirme que había alguien, cerca de una fuente cercana, a quien me gustaría conocer. Resultó ser una joven esbelta e inteligente que, según me explicó, era abogada, «pero del tipo activista. Trabaja para una fundación que proporciona apoyo legal para los grupos que luchan contra la pobreza en Londres. Creo que tendrán ustedes mucho de qué hablar». 

Y conversamos. Me habló de su trabajo. Le conté que durante años había estado implicado en el movimiento global por la justicia social («movimiento antiglobalización», como estaba de moda llamarlo en los medios de comunicación). Ella sentía curiosidad. Por supuesto, había leído mucho acerca de Seattle, Génova, los gases lacrimógenos y las batallas callejeras, pero... bueno, ¿habíamos conseguido algo con todo eso? 
«En realidad», repliqué, «es asombroso todo lo que conseguimos en aquellos dos primeros años».

 «¿Por ejemplo?» 

«Bueno, por ejemplo casi conseguimos destruir el FMI.» Resultó que ella desconocía lo que era el FMI, de modo que le expliqué que el Fondo Monetario Internacional actuaba básicamente como el ejecutor de la deuda mundial: «Se puede decir que es el equivalente, en las altas finanzas, a los tipos que vienen a romperte las dos piernas». 

Me lancé a ofrecerle un contexto histórico, explicándole cómo, durante la crisis del petróleo de los 70, los países de la OPEP acabaron colocando una parte tan grande de sus recién descubiertas ganancias en los bancos occidentales que éstos no sabían en qué invertir el dinero; de cómo, por tanto, Citibank y Chase comenzaron a enviar agentes por todo el mundo para convencer a dictadores y políticos del Tercer Mundo de acceder a préstamos (en aquella época lo llamaban go-go banking); cómo estos préstamos comenzaron a tipos de interés extraordinariamente bajos sólo para dispararse casi inmediatamente a tipos de más del 20 por ciento por las estrictas políticas de EE.UU. a principios de los 80; cómo esto llevó, durante los años 80 y 90, a la gran deuda de los países del Tercer Mundo; cómo apareció entonces el FMI para insistir en que, a fin de obtener refinanciación de la deuda, los países pobres deberían abandonar las subvenciones a los alimentos básicos, o incluso sus políticas de mantener reservas de alimentos; así como la sanidad y la educación gratuitas; y cómo todo esto había llevado al colapso y abandono de algunas de las poblaciones más desfavorecidas y vulnerables del planeta. Hablé de pobreza, del saqueo de los recursos públicos, del colapso de las sociedades, de violencia y desnutrición endémicas, de falta de esperanzas y de vidas rotas. 

«Pero ¿cuál era tu posición?», preguntó la abogada. «¿Acerca del FMI? Queríamos abolirlo.» 

«No, acerca de la deuda del Tercer Mundo.» 

«También la queríamos abolir. La exigencia inmediata era que el FMI dejara de imponer políticas de ajuste estructural, que eran las que causaban el daño inmediato, pero resultó que lo conseguimos sorprendentemente rápido. El objetivo a largo plazo era la condonación. Algo al estilo del Jubileo bíblico.* Por lo que a nosotros concernía, treinta años de dinero fluyendo de los países más pobres a los ricos era más que suficiente.» 

«Pero», objetó ella, como si fuera lo más evidente del mundo, «¡habían pedido prestado el dinero! Uno debe pagar sus deudas». Fue entonces cuando me di cuenta de que ésta iba a ser una conversación muy diferente de la que había imaginado al principio. 

¿Por dónde comenzar? Podría haber comenzado explicando que estos préstamos los habían tomado dictadores no elegidos que habían puesto la mayor parte del dinero en sus bancos suizos, y pedirle que contemplara la injusticia que suponía insistir en que los préstamos se pagaran no por el dictador, o incluso sus compinches, sino directamente sacando la comida de las bocas de niños hambrientos. O que me dijera cuántos de esos países ya habían devuelto dos o tres veces la cantidad que les habían prestado, pero que por ese milagro de los intereses compuestos no habían conseguido siquiera reducir significativamente su deuda. Podría también decirle que había una diferencia entre refinanciar préstamos y exigir, para tal refinanciación, que los países tengan que seguir ciertas reglas del más ortodoxo mercado diseñadas en Zúrich o en Washington por personas que los ciudadanos de aquellos países no habían escogido ni lo harían nunca, y que era deshonesto pedir que los países adopten un sistema democrático para impedir que, salga quien salga elegido, tenga control sobre la política económica de su país. O que las políticas impuestas por el FMI no funcionaban. Pero había un problema aún más básico: la asunción de que las deudas se han de pagar.

 En realidad, lo más notorio de la frase «uno ha de pagar sus deudas» es que, incluso de acuerdo a la teoría económica estándar, es mentira. Se supone que quien presta acepta un cierto grado de riesgo. Si todos los préstamos, incluso los más estúpidos, se tuvieran que cobrar (por ejemplo, si no hubiera leyes de bancarrota) los resultados serían desastrosos. ¿Por qué razón deberían abstenerse los prestamistas de hacer un préstamo estúpido? 

«Bueno, sé que eso parece de sentido común, pero lo curioso es que, en términos económicos, no es así como se supone que funcionan los préstamos. Se supone que las instituciones financieras son maneras de redirigir recursos hacia inversiones provechosas. Si un banco siempre tuviera garantizada la devolución de su dinero más intereses, sin importar lo que hiciera, el sistema no funcionaría. 

Imagina que yo entrara en la sucursal más próxima del Royal Bank of Scotland y les dijera: "Sabéis, me han dado un buen soplo para las carreras. ¿Creéis que me podríais prestar un par de millones de libras?". Evidentemente se reirían de mí. Pero eso es porque saben que si mi caballo no gana no tendrían manera de recuperar su dinero. Pero imagina que hubiera alguna ley que les garantizara recuperar su dinero sin importar qué pasara, incluso si ello significara, no sé, vender a mi hija como esclava o mis órganos para trasplantes. Bueno, en tal caso, ¿por qué no? ¿Para qué molestarse en esperar que aparezca alguien con un plan viable para fundar una lavandería o algo similar? Básicamente ésa es la situación que creó el FMI a escala mundial... y es la razón de que todos esos bancos estuvieran deseosos de prestar miles de millones de dólares a esos criminales, en primer lugar.» 

No llegué mucho más lejos porque en ese momento apareció un banquero borracho que, tras darse cuenta de que hablábamos de dinero, comenzó a contar chistes acerca de riesgo moral, que de alguna manera no tardaron en convertirse en una historia larga y no especialmente interesante acerca una de sus conquistas sexuales. Me alejé del grupo. 

Sin embargo, la frase siguió resonando en mi cabeza durante varios días. 

«Uno debe pagar sus deudas.»

La razón por la que es tan poderosa es que no se trata de una declaración económica: es una declaración moral. Al fin y al cabo, ¿no trata la moral, esencialmente, de pagar las propias deudas? Dar a la gente lo que le toca. Aceptar las propias responsabilidades. Cumplir con las obligaciones con respecto a los demás como esperaríamos que los demás las cumplieran hacia nosotros. ¿Qué mejor ejemplo de eludir las propias responsabilidades que renegar de una promesa, o rehusar pagar una deuda? 

Me di cuenta de que era esa aparente evidencia la que la hacía tan insidiosa. Era el tipo de frase que hacía parecer blandas y poco importantes cosas terribles. Puede sonar fuerte, pero es difícil no albergar sentimientos intensos hacia asuntos como éstos cuando uno ha comprobado sus efectos secundarios. Y yo lo había hecho. Durante casi dos años viví en las tierras altas de Madagascar. Poco antes de que yo llegara había habido un brote de malaria. Se trataba de un estallido especialmente virulento, porque muchos años atrás la malaria se había erradicado de las tierras altas de Madagascar, de modo que, tras un par de generaciones, la gente había perdido su inmunidad.  

El problema era que costaba dinero mantener el programa de erradicación del mosquito, pues exigía pruebas periódicas para comprobar que el mosquito no comenzaba a reproducirse de nuevo, así como campañas de fumigación si se descubría que lo hacía. No mucho dinero, pero debido a los programas de austeridad impuestos por el FMI, el gobierno había tenido que recortar el programa de monitorización. Murieron diez mil personas. Me encontré con madres llorando por la muerte de sus hijos. Uno puede pensar que es difícil argumentar que la pérdida de diez mil vidas humanas está realmente justificada para asegurarse de que Citibank no tuviera pérdidas por un préstamo irresponsable que, de todas maneras, ni siquiera era importante en su balance final. Pero he aquí a una mujer perfectamente decente, una mujer que trabajaba en una fundación caritativa, nada menos, que pensaba que era evidente. Al fin y al cabo, debían el dinero, y uno ha de pagar sus deudas. 

***

Durante las semanas siguientes la frase seguía acudiendo a mi pensamiento. ¿Por qué la deuda? ¿Qué hace que este concepto sea tan extraordinariamente poderoso? La deuda de los consumidores es la sangre de nuestra economía. Todos los estados-nación modernos están construidos sobre la base del gasto deficitario. La deuda se ha erigido en tema central de la política internacional. Pero nadie parece saber exactamente qué es ni qué pensar de ella. 

El mismo hecho de que no sepamos qué es la deuda, la propia flexibilidad del concepto, es la base de su poder. Si algo enseña la historia, es que no hay mejor manera de justificar relaciones basadas en la violencia, para hacerlas parecer éticas, que darles un nuevo marco en el lenguaje de la deuda, sobre todo porque inmediatamente hace parecer que es la víctima la que ha hecho algo mal. Los mafiosos comprenden perfectamente esto. También los comandantes de los ejércitos invasores. Durante miles de años los violentos han sabido convencer a sus víctimas de que les deben algo. Como mínimo, que «les deben sus vidas», una frase hecha, por no haberlos matado. 

Hoy en día, por ejemplo, la agresión militar está tipificada como crimen contra la humanidad, y los tribunales internacionales, cuando se los convoca, suelen exigir a los agresores el pago de una compensación. Alemania tuvo que pagar enormes indemnizaciones tras la Primera Guerra Mundial, e Irak aún está pagando a Kuwait por la invasión militar de Sadam Hussein en 1990. Sin embargo, la deuda del Tercer Mundo, la de países como Madagascar, Bolivia y Filipinas, parece funcionar de manera exactamente opuesta. Los países deudores del Tercer Mundo son casi exclusivamente naciones que en algún momento fueron atacadas y conquistadas por las potencias europeas, a menudo las potencias a las que deben el dinero.
En 1895, por ejemplo, Francia invadió Madagascar, depuso el gobierno de la entonces reina Ranavalona III y declaró el país colonia francesa. Una de las primeras cosas que hizo el general Gallieni tras la «pacificación», como les gustaba llamarla, fue imponer pesados impuestos a la población malgache, en parte para poder pagar los gastos generados por haber sido invadidos, pero también, dado que las colonias tenían que ser autosuficientes, para sufragar los costes de la construcción de vías férreas, carreteras, puentes, plantaciones y demás infraestructuras que el régimen francés deseaba construir. A los contribuyentes malgaches nunca se les preguntó si querían aquellas vías férreas, carreteras, puentes, y plantaciones, ni se les permitió opinar acerca de cómo y dónde se construían. 

Al contrario: durante el siguiente medio siglo, la policía y el ejército francés masacraron a un buen número de malgaches que se opusieron con demasiada fuerza al acuerdo (más de medio millón, según algunos informes, durante una revuelta en 1947). Madagascar nunca ha causado un daño comparable a Francia. Pese a ello, desde el principio se dijo a los malgaches que debían dinero a Francia, y hasta hoy en día se mantiene a los malgaches en deuda con Francia, y el resto del mundo acepta este acuerdo como algo justo. Cuando la «comunidad internacional» percibe algún problema moral es cuando el gobierno de Madagascar se muestra lento en el pago de sus deudas. 

Pero la deuda no es sólo la justicia del vencedor; puede ser también una manera de castigar a ganadores que no se suponía que debieran ganar. El ejemplo más espectacular de esto es la historia de la República de Haití, el primer país pobre al que se colocó en un estado de esclavitud mediante deuda. Haití era una nación fundada por antiguos esclavos de plantaciones que cometieron la temeridad no sólo de rebelarse, entre grandes declaraciones de derechos y libertades individuales, sino también de derrotar a los ejércitos que Napoleón envió para devolverlos a la esclavitud. 

Francia clamó de inmediato que la nueva república le debía 150 millones de francos en daños por las plantaciones expropiadas, así como los gastos de las fallidas expediciones militares, y todas las demás naciones, incluido Estados Unidos, acordaron imponer un embargo al país hasta que pagase la deuda. La suma era deliberadamente imposible (equivalente a unos 18.000 millones de dólares actuales) y el posterior embargo consiguió que el nombre de Haití se convirtiera en sinónimo de deuda, pobreza y miseria humana desde entonces.




* [Nota del traductor]: En la tradición hebrea, cada cincuenta años se celebraba el Jubileo, un año de celebraciones religiosas en el que todas las deudas quedaban automáticamente saldadas. Esto modificaba radicalmente toda compra, puesto que se entendía que ninguna adquisición era para siempre, sino que quedaba cancelada en el siguiente Jubileo.

http://www.eldiario.es/economia/crisis-deuda-graeber-historia_0_52494919.html

lunes, 5 de marzo de 2012

A casta, do público ó privado

Felipe González: conselleiro de Gas Natural, asesor do Consello Social de Farmaindustria, patronal dos laboratorios, e asesor do mexicano Carlos Slim, a maior fortuna mundial.

José Mª Aznar: asesor externo de Endesa para Latinoamérica, conselleiro do grupo de medios do magnate Rupert Murdoch, News Corporation, conselleiro de Doheny Global Group, ex-conselleiro do fondo de inversión Centaurus Capital, asesor de Barrick Gold Corporation, a maior compañía do mundo na extracción de ouro.

Pedro Solbes: asesor e conselleiro de Barclays e conselleiro de Enel, tras facilitar a Enel o control de Endesa.

Rodrigo Rato: ex-director xerente do F.M.I., ex-director xeral sénior da Banca de Inversión estadounidense Lazard, ex-Conselleiro Asesor Internacional do Banco Santander, e agora presidente de CajaMadrid/Bankia.

Narcís Serra: presidente de Caixa Catalunya, conselleiro de Gas Natural Fenosa.

Ana Palacio: ex-vicepresidenta do Banco Mundial, e actual vicepresidenta de Areva, o xigante da enerxía nuclear francés.

Eduardo Zaplana: delegado de Telefónica para Europa, tras ter aceptado EREs de decenas de miles de traballadores en Telefónica como Ministro de Traballo.

Pío Cabanillas: Director de comunicación do grupo Acciona e Director Xeral Corporativo de Endesa.

Actualización marzo 2012:

Elena Salgado: recén proposta como asesora de Chilectra, filial chilena de... Endesa, como non.

Luis de Guindos: Ex director de Lehman Brothers para España e Portugal, ex conselleiro de Banco Mare Nostrum, e o terceiro conselleiro mellor pagado en Endesa durante o 2011 (368.413€).


Lista ampliada

domingo, 29 de enero de 2012

Cómo suecos y noruegos acabaron con el poder del 1%

Cómo suecos y noruegos acabaron con el poder del 1% (los superricos), por George Lakey.

Una marcha en Ådalen, Suecia en 1931

Mientras que muchos de nosotros luchamos para que el movimiento Occupy tenga un impacto duradero, es fundamental conocer el ejemplo de países donde las masas consiguieron un alto grado de democracia y justicia, sin violencia. Suecia y Noruega, por ejemplo, experimentaron un fuerte cambio en el poder durante los años 30, después de una prolongada lucha no violenta. "Echaron" al 1% que ponía las reglas en la sociedad y crearon las bases de algo diferente.

Ambos países tienen una historia de pobreza terribles. Cuando el 1% mandaba, cientos de miles de personas tuvieron que emigrar para no morir de hambre. Bajo el liderazgo de la clase obrera, sin embargo, ambos países construyeron economías sólidas y exitosas, generalizaron la educación universitaria gratuita, eliminaron los barrios marginales, pusieron una excelente atención médica a disposición de todos, como una cuestión de derecho, y crearon un sistema de pleno empleo. A diferencia de los noruegos, los suecos no encontraron petróleo, pero eso no les impidió la construcción de una sociedad, a la que en el último nº de "CIA World Factbook" se refieren como "de un nivel de vida envidiable".

Ningún país es una utopía, como bien saben los lectores de los libros de novela negra del inspector Kurt Wallender (fabulosos, por cierto, M.M.), los de Stieg Larsson o los de Jo Nesbro. Críticos de izquierdas como tales autores, tratan de impulsar todavía más, a Suecia y Noruega, en la dirección de sociedades más plenamente justas.

Cuando llegué a Noruega por primera vez, en 1959, como estudiante activista estadounidense que aprendió algo de su lengua y su cultura, los logros sociales que encontré me sorprendieron. Recuerdo, por ejemplo, andar en bicicleta durante horas a través de una pequeña ciudad industrial, buscando en vano una vivienda por debajo del nivel standard. Al principio, resistiéndome a las evidencias, lo atribuí a que se trata de un "país pequeño", homogéneo", con "un consenso de valores". Finalmente renuncié a imponerme marcos sobre estos países y aprendí la verdadera razón: su propia historia.

Aprendí que los suecos y los noruegos pagaron un alto precio por su actual nivel de vida, mediante la lucha no violenta. Hubo un tiempo en el que los trabajadores escandinavos no tenían esperanza de que las elecciones pudieran cambiar las cosas. Se dieron cuenta de que mientras el 1% siguiese en el poder, la "democracia" electoral establecida jugaba en su contra. Así que no había otra forma de cambiar las estructuras del poder que la acción directa no violenta.

En ambos países, las tropas fueron llamadas a defender al 1%, y muchas personas murieron. El galardonado cineasta sueco Bo Widerberg contó la historia de Suecia vívidamente en Ådalen 31, que representa a los huelguistas asesinados en 1931 y las chispas de una huelga general en todo el país. (Puede leerse más sobre este caso en una entrada de Max Rennebohm en la Base de Datos Global de Acción No Violenta).

A los noruegos les costó mucho organizar un movimiento popular de cohesión porque su escasa población de tres millones se extendía a lo largo de un territorio del tamaño de Gran Bretaña. La gente estaba separada por montañas y fiordos, y hablaban dialectos regionales en valles aislados. En el siglo XIX, Noruega era gobernada por Dinamarca y Suecia, y se les consideraba "el país de los palurdos". No fue sino hasta 1905 que Noruega finalmente consiguió su independencia.

Cuando los trabajadores formaron sindicatos a principios del S. XX, por lo general se hicieron marxistas y organizaron la revolución. Celebraron el derrocamiento del zar en Rusia, y el Partido Laborista Noruego se unió a la Internacional Comunista, organizada por Lenin. Los Laboristas, sin embargo, no se quedaron mucho tiempo. Una forma en que la mayoría de los noruegos se separó de la estrategia leninista estaba en el papel de la violencia: los noruegos querían ganar su revolución a través de la lucha colectiva no violenta, mediante el establecimiento de cooperativas y elecciones democráticas.

Las huelgas de los años 20 se hicieron más intensas. La ciudad de Hammerfest formó una comuna en 1921, dirigida por consejos de trabajadores, y el ejército intervino para aplastarla. Los trabajadores se dispusieron a una huelga general a nivel nacional. Los empresarios, respaldados por el Estado, rechazaron la huelga, pero los trabajadores estallaron de nuevo en lo que se conoció como “la huelga de los herreros” de 1923-1924.

La clase dominante noruega (el 1%) decidió no confiar simplemente en el ejército, y en 1926 se formó un movimiento social llamado la Liga Patriótica, reclutado principalmente de la clase media. Por la década de 1930, la Liga incluía alrededor de 100.000 personas para la protección armada de los rompehuelgas, ¡en un país de sólo 3 millones!

El Partido Laborista, mientras tanto, abrió su afilizción a cualquier persona, estuviera o no en un sindicato, y tanto marxistas como reformistas de clase media, así como muchos granjeros y pequeños propietarios se unieron al Partido laborista. Sus líderes entendieron que en una lucha prolongada, se necesitaba la constante difusión y organización de una campaña no violenta. En medio de una creciente polarización, los trabajadores Noruegos pusieron en marcha una nueva ola de huelgas y boicots en 1928.

La depresión tocó fondo en 1931. Había más paro allí que en cualquier otro país nórdico. A diferencia de los EE.UU., el movimiento sindical noruego mantuvo afiliados a los que se quedaron sin trabajo, a pesar de que no podía pagar las cuotas. Esta decisión dio sus frutos en movilizaciones masivas. Cuando la federación de empresarios bloqueó a los empleados fuera de las fábricas para tratar de forzar una reducción de los salarios, los trabajadores se defendieron con manifestaciones masivas.

Muchas personas se encontraron con que sus hipotecas estaban en peligro (¿os suena familiar?). La depresión continuó, y los agricultores no pudieron seguir el ritmo de pago de sus deudas. Como la turbulencia afectó al sector rural, la multitud se congregaba de forma no violenta para evitar el desalojo de las familias de sus granjas (¿os suena?, M.M.). El Partido Agrario, que incluía a los grandes agricultores, y que había sido aliado del Partido Conservador, comenzó a distanciarse del 1%, y algunos pudieron ver que el dominio de unos pocos sobre el resto se tambaleaba.

En 1935 (pensad en lo que estaba pasando en España, M.M.), Noruega estuvo a punto. El gobierno conservador estaba perdiendo legitimidad día a día, el 1% se desesperaba cada vez más, al ver que la militancia crecía entre los trabajadores y agricultores. Los más radicales pensaban que una completa destrucción podría llegar en apenas un par de años. Sin embargo, la miseria de los pobres se hacía más urgente cada día, y el Partido Laborista sentía la presión creciente de sus miembros para aliviar su sufrimiento, lo que podría hacer sólo si se hacía cargo del gobierno en un acuerdo de compromiso con el otro lado.

Así lo hizo. En un acuerdo que permitía a los propietarios reservarse el derecho a poseer y administrar sus empresas (renunciando al comunismo, M.M), los laboristas tomaron las riendas del gobierno en 1935, en coalición con el Partido Agrario. Expandieron la economía y pusieron en marcha toda una serie de proyectos de obras públicas para alcanzar una política de pleno empleo, que se convirtió en la piedra angular de la política económica de Noruega. El éxito de los laboristas y la militancia permanente de los trabajadores permitió avances constantes en contra de los privilegios del 1%, hasta el punto de que el “interés público” (no sé bien cómo traducir esto) tomó una participación mayoritaria en todas las grandes empresas (Hay una entrada sobre esto en la Base de Datos Global de Acción No Violenta).

El 1% perdió así su poder histórico de dominio sobre la economía y la sociedad. No fue hasta tres décadas más tarde, que los conservadores pudieron volver al gobierno (en coalición), pero por entonces ya aceptaba las nuevas reglas del juego, incluyendo un alto grado de propiedad pública de los medios de producción, una fiscalidad muy progresiva, una fuerte regulación de las empresas para el bien público y la virtual abolición de la pobreza. Cuando los conservadores finalmente se acercaron a políticas neoliberales, la economía generó una burbuja y se dirigió hacia el desastre (¿os suena familiar?).

Los laboristas intervinieron, se apoderaron de los tres bancos más grandes, despidieron a los altos directivos, dejaron a los accionistas sin un centavo y se negaron a sacar de apuros a cualquiera de los bancos más pequeños (yo no sabía que los noruegos hubieran hecho esto, M.M.). El bien purgado y sólido sector financiero Noruego, cuidadosamente regulado, y con buena parte de propiedad pública, no se tambaleó en la crisis de 2008, como en otros países.

Aunque puede que los noruegos no te lo cuenten la primera vez que te encuentras con ellos, el hecho es que el alto grado de libertad y prosperidad de toda su sociedad se inició cuando los trabajadores y los agricultores, junto con sus aliados de clase media, llevaron a cabo una lucha no violenta que dio poder a la gente gobernar para el bien común.



George Lakey es profesor visitante en el Swarthmore College y cuáquero. Ha dirigido 1500 workshops en los cinco continentes, y dirigido proyectos activistas a nivel local, nacional e internacional. Entre otros muchos libros y artículos, es autor de "Strategizing for a Living Resolution" en el libro de David Solnit ("Globalize Liberation") (Publicado por City Lights, 2004). Su primer arresto fue en una sentada por los derechos civiles y el más reciente fue con el equipo Earth Quaker Action Team, mientras protestaban por la eliminación de minas de carbón a cielo abierto.


Traducción por Manuel Mendoza
Original: https://www.commondreams.org/view/2012/01/26-3