"Hace dos años, por una serie de extraordinarias
coincidencias, asistí a una fiesta en el jardín de la Abadía de
Westminster. Me sentía un poco incómodo. No es que los demás
invitados no fueran agradables y amistosos, ni que el padre Graeme,
organizador del acontecimiento, no fuera un anfitrión encantador y
amable. Pero me encontraba fuera de lugar. En cierto momento el padre
Graeme intervino para decirme que había alguien, cerca de una fuente
cercana, a quien me gustaría conocer. Resultó ser una joven esbelta e
inteligente que, según me explicó, era abogada, «pero del tipo
activista. Trabaja para una fundación que proporciona apoyo legal para
los grupos que luchan contra la pobreza en Londres. Creo que tendrán
ustedes mucho de qué hablar».
Y conversamos. Me
habló de su trabajo. Le conté que durante años había estado
implicado en el movimiento global por la justicia social («movimiento
antiglobalización», como estaba de moda llamarlo en los medios de
comunicación). Ella sentía curiosidad. Por supuesto, había leído
mucho acerca de Seattle, Génova, los gases lacrimógenos y las batallas
callejeras, pero... bueno, ¿habíamos conseguido algo con todo eso?
«En realidad», repliqué, «es asombroso todo lo que conseguimos en aquellos dos primeros años».
«¿Por ejemplo?»
«Bueno, por ejemplo casi conseguimos destruir el FMI.» Resultó que
ella desconocía lo que era el FMI, de modo que le expliqué que el
Fondo Monetario Internacional actuaba básicamente como el ejecutor de
la deuda mundial: «Se puede decir que es el equivalente, en las altas
finanzas, a los tipos que vienen a romperte las dos piernas».
Me lancé a ofrecerle un contexto histórico, explicándole cómo,
durante la crisis del petróleo de los 70, los países de la OPEP
acabaron colocando una parte tan grande de sus recién descubiertas
ganancias en los bancos occidentales que éstos no sabían en qué
invertir el dinero; de cómo, por tanto, Citibank y Chase comenzaron a
enviar agentes por todo el mundo para convencer a dictadores y
políticos del Tercer Mundo de acceder a préstamos (en aquella época
lo llamaban go-go banking); cómo estos préstamos
comenzaron a tipos de interés extraordinariamente bajos sólo para
dispararse casi inmediatamente a tipos de más del 20 por ciento por las
estrictas políticas de EE.UU. a principios de los 80; cómo esto
llevó, durante los años 80 y 90, a la gran deuda de los países del
Tercer Mundo; cómo apareció entonces el FMI para insistir en que, a
fin de obtener refinanciación de la deuda, los países pobres deberían
abandonar las subvenciones a los alimentos básicos, o incluso sus
políticas de mantener reservas de alimentos; así como la sanidad y la
educación gratuitas; y cómo todo esto había llevado al colapso y
abandono de algunas de las poblaciones más desfavorecidas y vulnerables
del planeta. Hablé de pobreza, del saqueo de los recursos públicos,
del colapso de las sociedades, de violencia y desnutrición endémicas,
de falta de esperanzas y de vidas rotas.
«Pero ¿cuál era tu posición?», preguntó la abogada. «¿Acerca del FMI? Queríamos abolirlo.»
«No, acerca de la deuda del Tercer Mundo.»
«También la queríamos abolir. La exigencia inmediata era que el FMI
dejara de imponer políticas de ajuste estructural, que eran las que
causaban el daño inmediato, pero resultó que lo conseguimos
sorprendentemente rápido. El objetivo a largo plazo era la
condonación. Algo al estilo del Jubileo bíblico.* Por lo que a
nosotros concernía, treinta años de dinero fluyendo de los países
más pobres a los ricos era más que suficiente.»
«Pero», objetó ella, como si fuera lo más evidente del mundo,
«¡habían pedido prestado el dinero! Uno debe pagar sus deudas». Fue
entonces cuando me di cuenta de que ésta iba a ser una conversación
muy diferente de la que había imaginado al principio.
¿Por dónde comenzar? Podría haber comenzado explicando que estos
préstamos los habían tomado dictadores no elegidos que habían puesto
la mayor parte del dinero en sus bancos suizos, y pedirle que
contemplara la injusticia que suponía insistir en que los préstamos se
pagaran no por el dictador, o incluso sus compinches, sino directamente
sacando la comida de las bocas de niños hambrientos. O que me dijera
cuántos de esos países ya habían devuelto dos o tres veces la
cantidad que les habían prestado, pero que por ese milagro de los
intereses compuestos no habían conseguido siquiera reducir
significativamente su deuda. Podría también decirle que había una
diferencia entre refinanciar préstamos y exigir, para tal
refinanciación, que los países tengan que seguir ciertas reglas del
más ortodoxo mercado diseñadas en Zúrich o en Washington por personas
que los ciudadanos de aquellos países no habían escogido ni lo
harían nunca, y que era deshonesto pedir que los países adopten un
sistema democrático para impedir que, salga quien salga elegido, tenga
control sobre la política económica de su país. O que las políticas
impuestas por el FMI no funcionaban. Pero había un problema aún más
básico: la asunción de que las deudas se han de pagar.
En realidad, lo más notorio de la frase «uno ha de
pagar sus deudas» es que, incluso de acuerdo a la teoría económica
estándar, es mentira. Se supone que quien presta acepta un cierto grado
de riesgo. Si todos los préstamos, incluso los más estúpidos, se
tuvieran que cobrar (por ejemplo, si no hubiera leyes de bancarrota) los
resultados serían desastrosos. ¿Por qué razón deberían abstenerse
los prestamistas de hacer un préstamo estúpido?
«Bueno, sé que eso parece de sentido común, pero lo curioso es que, en
términos económicos, no es así como se supone que funcionan los
préstamos. Se supone que las instituciones financieras son maneras de
redirigir recursos hacia inversiones provechosas. Si un banco siempre
tuviera garantizada la devolución de su dinero más intereses, sin
importar lo que hiciera, el sistema no funcionaría.
Imagina que yo entrara en la sucursal más próxima del Royal Bank of
Scotland y les dijera: "Sabéis, me han dado un buen soplo para las
carreras. ¿Creéis que me podríais prestar un par de millones de
libras?". Evidentemente se reirían de mí. Pero eso es porque saben que
si mi caballo no gana no tendrían manera de recuperar su dinero. Pero
imagina que hubiera alguna ley que les garantizara recuperar su dinero
sin importar qué pasara, incluso si ello significara, no sé, vender a
mi hija como esclava o mis órganos para trasplantes. Bueno, en tal
caso, ¿por qué no? ¿Para qué molestarse en esperar que aparezca
alguien con un plan viable para fundar una lavandería o algo similar?
Básicamente ésa es la situación que creó el FMI a escala mundial... y
es la razón de que todos esos bancos estuvieran deseosos de prestar
miles de millones de dólares a esos criminales, en primer lugar.»
No llegué mucho más lejos porque en ese momento apareció un banquero
borracho que, tras darse cuenta de que hablábamos de dinero, comenzó a
contar chistes acerca de riesgo moral, que de alguna manera no tardaron
en convertirse en una historia larga y no especialmente interesante
acerca una de sus conquistas sexuales. Me alejé del grupo.
Sin embargo, la frase siguió resonando en mi cabeza durante varios días.
«Uno debe pagar sus deudas.»
La razón por la que es tan poderosa es que no se trata de una
declaración económica: es una declaración moral. Al fin y al cabo,
¿no trata la moral, esencialmente, de pagar las propias deudas? Dar a la
gente lo que le toca. Aceptar las propias responsabilidades. Cumplir
con las obligaciones con respecto a los demás como esperaríamos que
los demás las cumplieran hacia nosotros. ¿Qué mejor ejemplo de eludir
las propias responsabilidades que renegar de una promesa, o rehusar
pagar una deuda?
Me di cuenta de que era esa aparente
evidencia la que la hacía tan insidiosa. Era el tipo de frase que
hacía parecer blandas y poco importantes cosas terribles. Puede sonar
fuerte, pero es difícil no albergar sentimientos intensos hacia asuntos
como éstos cuando uno ha comprobado sus efectos secundarios. Y yo lo
había hecho. Durante casi dos años viví en las tierras altas de
Madagascar. Poco antes de que yo llegara había habido un brote de
malaria. Se trataba de un estallido especialmente virulento, porque
muchos años atrás la malaria se había erradicado de las tierras altas
de Madagascar, de modo que, tras un par de generaciones, la gente
había perdido su inmunidad.
El problema era que
costaba dinero mantener el programa de erradicación del mosquito, pues
exigía pruebas periódicas para comprobar que el mosquito no comenzaba a
reproducirse de nuevo, así como campañas de fumigación si se
descubría que lo hacía. No mucho dinero, pero debido a los programas
de austeridad impuestos por el FMI, el gobierno había tenido que
recortar el programa de monitorización. Murieron diez mil personas. Me
encontré con madres llorando por la muerte de sus hijos. Uno puede
pensar que es difícil argumentar que la pérdida de diez mil vidas
humanas está realmente justificada para asegurarse de que Citibank no
tuviera pérdidas por un préstamo irresponsable que, de todas maneras,
ni siquiera era importante en su balance final. Pero he aquí a una
mujer perfectamente decente, una mujer que trabajaba en una fundación
caritativa, nada menos, que pensaba que era evidente. Al fin y al cabo,
debían el dinero, y uno ha de pagar sus deudas.
***
Durante las semanas siguientes la frase seguía acudiendo a mi
pensamiento. ¿Por qué la deuda? ¿Qué hace que este concepto sea tan
extraordinariamente poderoso? La deuda de los consumidores es la sangre
de nuestra economía. Todos los estados-nación modernos están
construidos sobre la base del gasto deficitario. La deuda se ha erigido
en tema central de la política internacional. Pero nadie parece saber
exactamente qué es ni qué pensar de ella.
El mismo
hecho de que no sepamos qué es la deuda, la propia flexibilidad del
concepto, es la base de su poder. Si algo enseña la historia, es que no
hay mejor manera de justificar relaciones basadas en la violencia, para
hacerlas parecer éticas, que darles un nuevo marco en el lenguaje de
la deuda, sobre todo porque inmediatamente hace parecer que es la
víctima la que ha hecho algo mal. Los mafiosos comprenden perfectamente
esto. También los comandantes de los ejércitos invasores. Durante
miles de años los violentos han sabido convencer a sus víctimas de que
les deben algo. Como mínimo, que «les deben sus vidas», una frase
hecha, por no haberlos matado.
Hoy en día, por
ejemplo, la agresión militar está tipificada como crimen contra la
humanidad, y los tribunales internacionales, cuando se los convoca,
suelen exigir a los agresores el pago de una compensación. Alemania
tuvo que pagar enormes indemnizaciones tras la Primera Guerra Mundial, e
Irak aún está pagando a Kuwait por la invasión militar de Sadam
Hussein en 1990. Sin embargo, la deuda del Tercer Mundo, la de países
como Madagascar, Bolivia y Filipinas, parece funcionar de manera
exactamente opuesta. Los países deudores del Tercer Mundo son casi
exclusivamente naciones que en algún momento fueron atacadas y
conquistadas por las potencias europeas, a menudo las potencias a las
que deben el dinero.
En 1895, por ejemplo, Francia
invadió Madagascar, depuso el gobierno de la entonces reina Ranavalona
III y declaró el país colonia francesa. Una de las primeras cosas que
hizo el general Gallieni tras la «pacificación», como les gustaba
llamarla, fue imponer pesados impuestos a la población malgache, en
parte para poder pagar los gastos generados por haber sido invadidos,
pero también, dado que las colonias tenían que ser autosuficientes,
para sufragar los costes de la construcción de vías férreas,
carreteras, puentes, plantaciones y demás infraestructuras que el
régimen francés deseaba construir. A los contribuyentes malgaches
nunca se les preguntó si querían aquellas vías férreas, carreteras,
puentes, y plantaciones, ni se les permitió opinar acerca de cómo y
dónde se construían.
Al contrario: durante el
siguiente medio siglo, la policía y el ejército francés masacraron a
un buen número de malgaches que se opusieron con demasiada fuerza al
acuerdo (más de medio millón, según algunos informes, durante una
revuelta en 1947). Madagascar nunca ha causado un daño comparable a
Francia. Pese a ello, desde el principio se dijo a los malgaches que
debían dinero a Francia, y hasta hoy en día se mantiene a los
malgaches en deuda con Francia, y el resto del mundo acepta este acuerdo
como algo justo. Cuando la «comunidad internacional» percibe algún
problema moral es cuando el gobierno de Madagascar se muestra lento en
el pago de sus deudas.
Pero la deuda no es sólo la
justicia del vencedor; puede ser también una manera de castigar a
ganadores que no se suponía que debieran ganar. El ejemplo más
espectacular de esto es la historia de la República de Haití, el
primer país pobre al que se colocó en un estado de esclavitud mediante
deuda. Haití era una nación fundada por antiguos esclavos de
plantaciones que cometieron la temeridad no sólo de rebelarse, entre
grandes declaraciones de derechos y libertades individuales, sino
también de derrotar a los ejércitos que Napoleón envió para
devolverlos a la esclavitud.
Francia clamó de
inmediato que la nueva república le debía 150 millones de francos en
daños por las plantaciones expropiadas, así como los gastos de las
fallidas expediciones militares, y todas las demás naciones, incluido
Estados Unidos, acordaron imponer un embargo al país hasta que pagase
la deuda. La suma era deliberadamente imposible (equivalente a unos
18.000 millones de dólares actuales) y el posterior embargo consiguió
que el nombre de Haití se convirtiera en sinónimo de deuda, pobreza y
miseria humana desde entonces.
* [Nota del traductor]: En la tradición hebrea, cada cincuenta años se
celebraba el Jubileo, un año de celebraciones religiosas en el que
todas las deudas quedaban automáticamente saldadas. Esto modificaba
radicalmente toda compra, puesto que se entendía que ninguna
adquisición era para siempre, sino que quedaba cancelada en el
siguiente Jubileo.
http://www.eldiario.es/economia/crisis-deuda-graeber-historia_0_52494919.html